miércoles, 30 de enero de 2019

TEMPLANZA


TEMPLANZA: Es la virtud que modera los deseos  y placeres, y la tristeza provocada por la ausencia de estos deleites (II-II, 141). La templanza, en sentido más preciso, “pone freno al deseo de lo que atrae al hombre con más fuerza” (II-II, 141, 2, c).  Los mayores deleites provienen de las inclinaciones más naturales y esenciales del hombre. “Son aquellas que hacen que la naturaleza del individuo se conserve mediante la comida y la bebida, y que se conserve la naturaleza de los individuos mediante los placeres sexuales. Por eso son materia propia de la templanza tanto los placeres de la comida y la bebida como los placeres sexuales” (II-II, 141, 4, c). “Lo que es capaz de refrenar los mayores deleites, podrá, con mayor razón, refrenar los deleites menores” (II-II, 141, 4, rta 1). 
“Todas las cosas deleitables que el hombre utiliza se ordenan, como a su fin propio, a satisfacer alguna necesidad de esta vida. Por eso la templanza asume las necesidades de esta vida como norma para valorar los placeres, proponiéndose el utilizarlos en  la medida en que lo exigen las necesidades” (II-II, 141, 6, c). .

Los vicios contrarios

A la templanza se oponen por exceso la intemperancia, y por defecto, la insensibilidad.
La insensibilidad es un rechazo desordenado de los placeres sensibles (Cf. II-II, 142, 1). “El orden natural exige que el hombre disfrute de estos placeres en la medida en que son necesarios para su bienestar, sea en orden a la conservación del individuo o de la especie. Por ello, si alguien rechazara el placer hasta el extremo de desechar lo necesario para la conservación de la naturaleza, pecaría por cuanto que se opondría, de algún modo, al orden natural. En esto consiste el pecado de insensibilidad” (II-II, 142, 1, c).  “El abstenerse de los placeres… es a veces loable, e incluso necesario, en orden a alcanzar algún fin… por ejemplo la salud corporal… la vida contemplativa…” (II-II, 142, 1, c).
La intemperancia es una complacencia excesiva de los placeres sensible (Cf. II-II, 142, 2-4). Los placeres deben ordenarse al bien de la razón.

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