ESPERANZA: Es la virtud por la que se espera de Dios la Bienaventuranza
eterna y el auxilio que a ella conduce (Cf. II-II, 17). “La esperanza hace
tender hacia Dios como bien final que hay que alcanzar y como ayuda eficaz para
auxiliarnos” (II-II; 17, 6, rta 3)[1].
La esperanza que nosotros
tenemos, es como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del
velo, allí mismo donde Jesús entró por nosotros como precursor (Heb 6, 19). Alégrense en
la esperanza (Rom 12, 12).
La esperanza y la fe
“El acto de la esperanza presupone la fe” (II-II, 17, 6, rta 2). “El
objeto de la esperanza es un bien futuro, arduo y posible. Por tanto, para
esperar algo es preciso que a la esperanza le sea presentado un objeto como
posible… la fe nos hace conocer que podemos llegar a la bienaventuranza eterna,
y que para ello nos está preparado el auxilio divino” (II-II, 17, 7, c). A la
vez, por la esperanza el hombre “se estabiliza y perfecciona en la fe” (II-II,
17, 7, rta 1).
La esperanza se apoya en la firmeza de la fe. La fe otorga a la
esperanza la certeza sobre la “omnipotencia y misericordia divinas, por la
cual, quién no tiene la gracia, puede conseguirla, y así llegar a la vida
eterna” (II-II, 18, 4, rta 2). El hombre esperanzado estima rectamente que de
Dios “proviene la salvación de los hombres y el perdón de los pecados” (II-II,
20, 1, c).
Sé en quien he puesto mi
esperanza y estoy convencido de que él es capaz de conservar hasta aquel Día el
bien que me ha encomendado (II Fil 1, 12).
La esperanza y la caridad
La esperanza se relaciona con la caridad de dos modos. Primero, en cuanto la esperanza conduce
a la caridad, porque el hombre, “esperando de Dios la remuneración, se mueve a
amarle y a guardar sus mandamientos” (II-II, 17, 8, c). Segundo, en cuanto la esperanza es perfeccionada y fortalecida por
el amor, ya que, con el amor, “el hombre espera de Dios el bien como de un amigo”
(II-II, 17, 8 rta 2), y siempre “esperamos más de los amigos” (II-II, 17, 8,
c).
Vicios contrarios a la esperanza
A la esperanza se oponen la desesperanza y la presunción.
Por la desesperanza se
deja de aguardar en Dios la salvación, y “los hombres se lanzan sin freno en el
vicio y abandonan todas las obras buenas” (II-II, 20, 4, c). La desesperanza
proviene de una falsa apreciación de Dios y de su gracia, tanto de modo
universal como particular. La falsa estimación universal consiste en pensar que Dios “niega el perdón a quién se
arrepiente, o que no convierte a sí a los pecadores por la gracia santificante”
(II-II, 20, 1, c). Por la falsa estimación particular
el hombre piensa que “para él, en su situación actual, no hay lugar para el
perdón” (II-II, 20, 2, c), aunque crea posible para otros la misericordia
divina.
La desesperanza tiene dos causas. Primero, la afición desordenada por los placeres corporales,
principalmente la lujuria, por los que se “pierden el sabor de los bienes
espirituales o no parecen grandes” (II-II, 20, 4, c). Segundo, la acedia, que abate el espíritu, y le hace creer al
hombre que “nunca podrá aspirar a ningún bien” (II-II, 20, 4, c).
No quiero la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33,
11).
La presunción confía
desmedidamente en la misericordia divina y se desprecia su justicia (Cf. II-II,
21). El presuntuosos estima falsamente que Dios “concede el perdón a quienes
perseveran en el pecado y da la gloria a quienes desisten de obrar el bien”
(II-II, 21, 2, c). La persona presumida “peca con propósito de permanecer en el
pecado y con esperanza de perdón” (II-II, 21, 2, rta 3). “Espera obtener la
gloria sin mérito, y el perdón sin arrepentimiento” (II-II, 21, 4, c).
El origen de la presunción es la soberbia, por la que “el hombre
se tiene en tanto, que llega a pensar que, aun pecando, Dios no le ha de
castigar ni le ha de excluir de la gloria” (II-II, 21, 4, c).
[1] “La esperanza hace que el hombre se
adhiera a Dios en cuanto principio de perfecta bondad, es decir, en cuanto por
ella nos apoyamos en el auxilio divino para conseguir la bienaventuranza”
(II-II, 17, 6, c).
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