miércoles, 30 de enero de 2019

MAGNANIMIDAD


MAGNANIMIDAD: Es la virtud por la que se tiende a las obras grandes o difíciles y dignas de gran honor (Cf. II-II, 129). Modera la esperanza que tiende a lo bueno y arduo, y el apetito de honor que sigue a la obra buena realizada[1].

Olvidándome del camino recorrido, me lanzo hacia delante y corro en dirección a la meta para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús (Flp 3, 13-14).

Fisonomía del magnánimo
“A la magnanimidad acompañan determinados movimientos corporales. Así, la velocidad en el movimiento proviene que el hombre tiende a muchas cosas que se apresura a realizar; en cambio, el magnánimo sólo intenta las cosas grandes, que son pocas y exigen mucha atención, y por eso tiene un movimiento lento. Igualmente la agudeza de la voz, y la rapidez del lenguaje son propias de los que quieren discutir de todo: lo cual no pertenece a los magnánimos, que no se entremeten a no ser en los grandes asuntos” (II-II, 129, 3, rta 3). 
Otras actitudes propias del magnánimo son: “No le agrada recibir sin ofrecer una mayor recompensa… evita la adulación y la hipocresía que denotan pequeñez de animo… siempre antepone en todo lo honesto a lo útil” (II-II, 129, 3, rta 5); se expone prontamente al peligro por las cosas grandes (Cf. II-II, 129, 5, rta2); tiene gran confianza en sí mismo según sus fuerzas, y gran confianza en otros en sus necesidades (Cf. II-II, 129, 6, rta 1); mantiene un animo seguro en las dificultades (Cf. II-II, 129, c); su grandeza de animo hace grande todas las virtudes (Cf. II-II, 129, 4, rta 3).

Los vicios de la magnanimidad

A la magnanimidad se opone la presunción, la ambición, y la vanagloria por exceso; la pusilanimidad por defecto.  
La presunción “pretende hacer lo que está por encima de su capacidad” (II-II, 130, 1, c). El magnánimo, en cambio, se dirige a lo grande que sí puede alcanzar[2].

Es Cristo el que nos da esta seguridad delante de Dios, no porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad nos viene de Dios (II Cor 3, 4-5).

La ambición es un deseo desordenado de honor (Cf. II-II, 131). De tres modos puede ser desordenado el deseo de honor: primero, cuando se deseo el honor por una excelencia que no se tiene; segundo, cuando se desea el honor solo para sí mismo, sin referencia a Dios; tercera, cuando en una perfección se busca solo el honor, sin referencia a la utilidad que esta tiene para los demás.

La caridad no es ambiciosa, no hace alarde, no busca su propio interés (I Cor 13, 4).

            La vanagloria es un deseo desordenado de gloria (Cf. II-II, 132). La gloria buscada puede ser vana en tres sentidos: primero, cuando se busca gloria en lo que no existe o en lo que no es digno de gloria, como el poder y las riquezas, cosas frágiles y caducas que son poca cosa para el magnánimo; segundo, cuando se espera la gloria de los hombres, cuyo juicio es incierto; el magnánimo en cambio, se preocupa más de la verdad que de la opinión de los hombres; tercero, cuando es fin de la gloria no es el honor de Dios ni la salvación de los hombres (Cf. II-II, 132, 1, c; II-II, 132, 2, rta 1):

Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el Cielo (Mt 5, 16). El que se gloríe, que se gloríe en el Señor (II Cor, 10, 17).

La pusilanimidad se opone por defecto a la magnanimidad, tendiendo a cosas menores de las que puede (Cf. II-II, 133)[3].
La pusilanimidad es sí misma es un animo pequeño para obrar; tiene por causas la ignorancia de las propias capacidades y el temor que fallar por estimar demasiado grande la obra propuesta. La consecuencia es la renuncia a las cosas grandes que uno es capaz de realizar (Cf. II-II, 133, 2, c).

Señor, sé que eres un hombre exigente… por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento, aquí tienes lo tuyo (Mt 25, 24-25).


[1] “El magnánimo, por tanto, atiende a los grandes honores como merecedor de ellos, y también a los que son menores de lo que merece, porque la virtud, a la que se debe el honor por parte de Dios, no puede ser suficientemente honrada por el hombre. Y por eso no se enaltece por los grandes honores, pues no los cree superiores a ella, sino más bien los desprecia. Y mucho más a los medianos y pequeños. Por idéntica razón no se desalienta ante los deshonores, sino que los desprecia, en cuanto juzga que le sobrevienen sin merecerlos” (II-II, 129, 2, rta 3).

[2] El presuntuoso tiene una falsa estimación de lo que tiene, al pensar que posee más virtud, conocimientos… o una falsa estimación de lo que realmente es grande, creyéndose superior por sus riquezas, fama… (Cf. II-II, 130, 2, rta 3). En la aspiración a lo grande se debe tener en cuenta no solo las propias fuerzas, sino también la fuerza de la gracia de Dios. “Por tanto, no es presuntuoso el que uno intente hacer cualquier obra virtuosa. En cambio, sí lo sería, si pretendiera hacerlo sin la ayuda divina” (II-II, 130, 1, rta 3). 

[3] El pusilánime “es capaz de grandes cosas por la habilidad que tiene para la virtud, o por la buena disposición natural, o por la ciencia, o por la fortuna exterior, pero si rehúsa servirse de ellas para la virtud, se convierte en pusilánime” (II-II, 133, 1, rta 2).

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