MAGNIFICENCIA: Es la virtud por la que tendemos y realizamos obras grandes
exteriores (Cf. II-II, 134). Hace posible que la obra realizada sea grande “en
cantidad, en precio o en dignidad” (II-II, 134, 2, c).
La obra es tanto para la propia
persona (en cosas que se realizan una sola vez o cosas permanentes, por
ejemplo el matrimonio o una casa digna), como, y especialmente, en la cosas que
se refieren al bien común (Cf.
II-II, 134, 1, rta 3), por ejemplo, “donde se siga un bien para toda la ciudad,
como hacer un negocio de interés público” (II-II, 134, 3, rta 3)[1].
“Ninguna de las obras es
tan grande como el honor de Dios. Y por ello la magnificencia hace obras
grandes sobre todo en orden al honor de Dios…. Por esto mismo la magnificencia
tiene conexión con la santidad, ya que su efecto principal se ordena a la
religión o santidad” (II-II, 134, 2, rta 3).
Todo
el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede
compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las
lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la
casa; pero esta no se derrumbo porque estaba construida sobre roca (Lc 7, 24-25).
Los vicios de la magnificencia
A la magnificencia se oponen la mezquindad por defecto, y el
despilfarro por exceso.
La mezquindad intenta
hacer cosas pequeñas (Cf. II-II, 135, 1). “El magnífico se fija principalmente
en la magnitud de la obra y secundariamente en la magnitud del gasto, la cual
no le impide realizar una obra grande... En cambio, el mezquino, al contrario:
se fija principalmente en la pequeñez del gasto… y como consecuencia intenta la
pequeñez de una obra, la cual no elude con tal de hacer poco gasto. Es, pues,
manifiesto que al mezquino le falta la proporción de la razón entre el gasto y
la obra” (II-II, 135, 1, c).
El mezquino gasta su dinero con tristeza (Cf. II-II, 135, 1, obj
3), “con tardanza y a regañadientes” (II-II, 135, 1, rta 3); “teme
desordenadamente que se agoten sus bienes… y no dirige su afecto según la
razón, sino que subordina más bien el uso de la razón a su amor desordenado”
(II-II, 135, 1, rta 2).
El
que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre
insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se
precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se
derrumbó y su ruina fue grande (Lc 7, 26-27).
El despilfarro gasta
más de lo debido en las obras grandes (Cf.
II-II, 135, 2). “Excede la proporción que debe haber entre el gasto y la obra”
(II-II, 135, 2, c). Gasta mucho donde hay que gastar poco.
¿Quién de ustedes, si
quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos? (Lc 14, 28).
[1]
“Es propio del magnífico hacer buen uso de la razón para calcular la
proporción de los gastos y la obra que se va a realizar. Esto se requiere
especialmente para la magnitud de ambas cosas, ya que, si no hay estudio
detallado, podría sobrevenir el peligro de un grave daño” (II-II, 134, 4, rta
3).
“La materia de la magnificencia no solo
son los grandes gastos de que se sirve al magnífico para realizar una obra
grande, sino también el dinero mismo que usa para hacer los gastos y el amor al
dinero, que es controlado por el magnífico para que no se impidan los grandes
dispendios” (II-II, 134, 3, c).
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