miércoles, 30 de enero de 2019

VINDICACIÓN


VINDICACIÓN: Virtud de quién tiene autoridad, por la cual se aplica una pena a quién a faltado contra otro u otros (Cf. II-II, 108). El fin de la pena impuesta es el bien del que peca y el bien la comunidad dañada, esto es: “la corrección del pecador, la tranquilidad de los demás, la conservación de la justicia y el honor debido a Dios” (II-II, 108, 1, c).
Cuando la injuria cae sobre otra persona, y ello además implica una ofensa contra Dios y contra la Iglesia, el que tiene autoridad debe exigir reparación de la misma (Cf. II-II, 108, 1, c).
Cuando la injuria recaen sobre uno mismo, “esta debe ser tolerada con paciencia, si así conviene que se haga” (II-II, 108, 1, rta 4). Pero esto no implica la omisión de la vindicta. La vindicación como virtud, sigue y ordena la inclinación natural humana de rechazar las injurias y violencias, y defenderse de lo nocivo (Cf. II-II, 108, 2, c).
Las penas de la vindicación implican el temor servil; pero esto no es contraria al Evangelio. “La ley del Evangelio es ley de amor. Por tanto, no se debe atemorizar con castigos a quienes hacen el bien por amor, que son los que, hablando con propiedad, pertenecen al Evangelios, sino solamente a quienes no se siente movidos a hacer el bien por amor, los cuales, aunque forman parte de la Iglesia en cuanto al número, no ocurre otro tanto en cuanto al mérito” (II-II, 108, 1, rta 3).

Vicios opuestos
“A la vindicación se oponen dos vicios. Por exceso, el pecado de crueldad o impiedad, que se excede en la medida del castigo. Otro, por defecto, cuando alguno es demasiado remiso en la aplicación del castigo merecido, por lo cual dice Prov 13, 24: el que excusa la vara, quiere mal a su hijo” (II-II, 108, 2, rta 3). 
Pero el vicio se da principalmente por la mala intención de quién actúa: el odio, el deseo de mal, la complacencia en el castigo. Lo que principalmente debe intentar la vindicación es el bien del otro o los otros (II-II, 108, 1, c). La intención mala en el castigo es propia de la venganza. “No hay razón que justifique el que peque yo contra otro, porque este primero pecó contra mí, lo que sería dejarse vencer por el mal, cosa que prohíbe el Apóstol cuando dice: no se dejen vencer por el mal, antes bien, venzan al mal a fuerza de bien (Rom 12, 21)” (II-II, 108, 1, c). 


“Los que hacen el bien, no tiene nada que temer de los gobernantes, pero sí los que obran mal. Si no quieres sentir temor de la autoridad, obra bien y recibirás su elogio. Porque la autoridad es un instrumento de Dios para tu bien” (Rom 13, 3-4).

VERACIDAD


VERACIDAD: Es la virtud por la que se dice o manifiesta la verdad en sí mismo y sobre sí mismo, ni más ni menos de lo que uno es o tiene, en el tiempo y modo correcto (Cf. II-II, 109, 1). Se distingue la realidad interior de los signos que manifiestan esta realidad. La veracidad consiste en la correspondencia entre lo uno y lo otro.

“¡Dios! Acuérdate, te suplico, de que viví en tu presencia en verdad y con corazón perfecto”( Is 38, 3)

Vicios contrarios

A la veracidad se opone en primer lugar la mentira. Esta es una enunciación de palabras falsas con la intención de engañar al otro (Cf. II-II, 110, 1). Para que existe verdaderamente la mentira deben darse tres condiciones: “la enunciación de algo falso, la voluntad de decir lo que es falso, y la intención de engañar” (II-II, 110, 1, cpo). La mentira existe propiamente con la voluntad de decir algo falso, ya que “si uno enuncia algo falso creyendo que lo que dice es verdad, habrá en ello falsedad material, no formal, porque no se tenía intención de decir nada falso… pero quién dice una falsedad con voluntad de decirla, aunque resulte que lo que dice es verdad, su acto en cuanto voluntario y moral es falso” (II-II, 110, 1, cpo).
La mentira puede clasificarse de distintos modos (Cf. II-II, 110, 2). De modo esencial, tenemos la mentira por exceso, la jactancia, y la mentira por defecto, la falsa humildad o ironía. Según el fin intentado, de modo general, tenemos la mentira perniciosa, por la que se miente para perjudicar a otro; la mentira jocosa,  y la mentira oficiosa, con la que se intenta ayudar a otro….
La mentira es mala en sí misma. Su intención y circunstancias solo agravan o disminuyen su gravedad (“La mentira es mala por naturaleza, por ser un acto que recae sobre materia indebida, pues siendo las palabras signos naturales de las ideas, es antinatural e indebido significar con palabras lo que no se piensa”; II-II, 110, 3, cpo).

“Hay dos clases de mentira que no constituyen culpa grave, lo que no quiere decir que no haya culpa: tienen lugar cuando bromeamos o mentimos en beneficio del prójimo” (San Agustín, Enarr. In Psal. Ps. 5, ).   

A la veracidad se opone también la simulación. Podemos contrariar la veracidad con palabras o con obras. Cuando contrariamos la veracidad con palabras, tenemos la mentira; cuando contrariamos la veracidad con obras, tenemos la simulación. “Así como se opone a la verdad el que uno diga una cosas y piense otra, que es lo que constituye la mentira, así también se le opone el que uno dé a entender con acciones u otras cosas acerca de su persona lo contrario de lo que hay, que es a lo que propiamente llamados simulación… (la simulación) es una mentira expresada con hechos o cosas” (II-II, 111, 1 cpo).
Distinguimos en la simulación (como en la mentira) el fin próximo del fin remoto (Cf. II-II, 111, 3, rta 3). El fin próximo es el propio del vicio: el manifestarse de modo distinto a lo que se es. Y en cuanto vicio se busca y gozo en sí mismo. El fin remoto puede ser múltiple: el lucro, la gloria…
Como partes de la  mentira y la simulación tenemos por exceso, la jactancia, y por defecto, la falsa humildad o ironía (que no significa aquí el decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender).
Por la jactancia “el hombre se ensalza a sí mismo con sus palabras… por encima de lo que se es. Esto sucede de dos modos: uno, cuando se habla de uno mismo no exagerando su valor personal, sino sobreestimando la opinión que se tiene de él… Otra, cuando uno se excede al hablar de sí mismo por encima de lo que realmente vale” (II-II, 112, 1, cpo). Algunas veces la jactancia se realiza sin motivo, otras por gloria, honor, dinero… (Cf. II-II, 112, 2, rta 3). 

“Si quisiera gloriarme, no sería un necio, porque diría la verdad; pero me abstengo de hacerlo para que nadie se forme de mí una idea superior a la que ve o me oye decir” (II Cor 12, 6).

Por la ironía  el hombre se rebaja a sí mismo con mentira. Esto sucede, por ejemplo, “cuando se afirma la existencia de un defecto que no se posee, o cuando se niega una cualidad sabiendo que se tiene” (II-II, 113, 1, cpo). Pero es posible rebajarse a sí mismo conservando la verdad; por ejemplo “cuando se callan cualidades importante que hay en uno y se descubren o manifiestan pequeños defectos cuya existencia se admite” (II-II, 113, 1, cpo).

“Hay quién va encorvado y enlutado, pero en su interior está lleno de engaño” (Eclo 19, 23).




TEMPLANZA


TEMPLANZA: Es la virtud que modera los deseos  y placeres, y la tristeza provocada por la ausencia de estos deleites (II-II, 141). La templanza, en sentido más preciso, “pone freno al deseo de lo que atrae al hombre con más fuerza” (II-II, 141, 2, c).  Los mayores deleites provienen de las inclinaciones más naturales y esenciales del hombre. “Son aquellas que hacen que la naturaleza del individuo se conserve mediante la comida y la bebida, y que se conserve la naturaleza de los individuos mediante los placeres sexuales. Por eso son materia propia de la templanza tanto los placeres de la comida y la bebida como los placeres sexuales” (II-II, 141, 4, c). “Lo que es capaz de refrenar los mayores deleites, podrá, con mayor razón, refrenar los deleites menores” (II-II, 141, 4, rta 1). 
“Todas las cosas deleitables que el hombre utiliza se ordenan, como a su fin propio, a satisfacer alguna necesidad de esta vida. Por eso la templanza asume las necesidades de esta vida como norma para valorar los placeres, proponiéndose el utilizarlos en  la medida en que lo exigen las necesidades” (II-II, 141, 6, c). .

Los vicios contrarios

A la templanza se oponen por exceso la intemperancia, y por defecto, la insensibilidad.
La insensibilidad es un rechazo desordenado de los placeres sensibles (Cf. II-II, 142, 1). “El orden natural exige que el hombre disfrute de estos placeres en la medida en que son necesarios para su bienestar, sea en orden a la conservación del individuo o de la especie. Por ello, si alguien rechazara el placer hasta el extremo de desechar lo necesario para la conservación de la naturaleza, pecaría por cuanto que se opondría, de algún modo, al orden natural. En esto consiste el pecado de insensibilidad” (II-II, 142, 1, c).  “El abstenerse de los placeres… es a veces loable, e incluso necesario, en orden a alcanzar algún fin… por ejemplo la salud corporal… la vida contemplativa…” (II-II, 142, 1, c).
La intemperancia es una complacencia excesiva de los placeres sensible (Cf. II-II, 142, 2-4). Los placeres deben ordenarse al bien de la razón.

SOBRIEDAD


SOBRIEDAD: Es la virtud que modera el placer de las bebidas alcohólicas (Cf. II-II, 149). Su fin es el de conservar al uso pleno de la razón, que es impedido por los excesos de este tipo de bebidas[1].

Tengan la moderación y la sobriedad necesarias para orar (I Tim 3, 2).

Vicio contrario

A la sobriedad se opone la embriaguez, que desea y consume desordenadamente bebidas alcohólicas (Cf. II-II, 150). El uso excesivo de bebidas alcohólicas tiene como consecuencia la falta de control sobre la razón (Cf. II-II, 150, 1)[2]. 
“Ningún manjar ni bebida son ilícitos por sí mismos, ya que el Señor dice en Mt 15,11: Nada de lo que entra por la boca mancha al hombre. Luego el beber vino, en sí mismo, no es ilícito.
Ahora bien: puede hacerse ilícito accidentalmente, bien sea por la disposición de quien lo bebe, que resulta fácilmente afectado por él, o bien porque ha hecho voto de no beberlo, o por el modo de beberlo, si se excede en la cantidad. También podría resultar malo el beberlo cuando sirve de escándalo a otros” (II-II, 149, 3, c).

Como en pleno día, procedamos dignamente: basta de excesos en la comida y en la bebida (Rom 13, 13).


[1] “La sobriedad es más necesaria en algunas personas para realizar sus propias acciones. El vino, por su parte, si se toma sin moderación, impide el funcionamiento de la razón. Por eso se recomienda la sobriedad, de un modo especial, a los ancianos, cuya inteligencia conviene que esté despierta para enseñar a los demás; a los obispos y demás miembros de la Iglesia, que deben realizar su labor espiritual con una mente devota, y a los reyes, que deben gobernar a su pueblo sabiamente” (Cf. II-II, 149, 4, c).

[2] “El pecado de embriaguez consiste… en el uso y la deseo del vino sin moderación. Esto puede suceder de tres modos. En primer lugar, cuando uno no sabe que la bebida es inmoderada y capaz de emborrachar, en cuyo caso puede darse la embriaguez sin existir pecado, tal como ya dijimos. En segundo lugar, cuando se sabe que es una bebida inmoderada, pero no se sabe que pueda emborrachar, y en ese caso la embriaguez es pecado venial. Y, en tercer lugar, puede suceder que se sepa perfectamente que la bebida es inmoderada y puede emborrachar, pero prefiere emborracharse a privarse de la bebida. Este tercero es el que incurre en embriaguez. Así tomada, la embriaguez es pecado mortal, porque en este caso el hombre se priva conscientemente del uso de su razón, que le hace practicar la virtud y apartarse del pecado” (II-II, 150, 2, c).


RELIGIÓN


RELIGIÓN: Es la virtud por la que el hombre ofrece a Dios el culto debido y se somete a El como su Señor (Cf. II-II, 81).
En general, “damos culto a las personas que honramos, recordamos o visitamos con frecuencia” (II-II, 81, 1, rta 4). Pero esto se da especialmente con Dios, por ser “primer principio de la creación y gobierno de las cosas” (II-II, 81, 3, c).
La religión cumple gustosa y alegremente la bella obligación de honrar a Dios, “haciendo de la necesidad virtud, y cumpliendo voluntariamente su deber” (II-II, 81, 2, rta 2).

El hijo honra a su padre… pero si yo soy Padre ¿dónde está mi honor? (Mal 1, 6). 

Como la santidad, la religión implica dos cosas. Primero, la pureza interior, por la que “nuestra mente se separa de las cosas inferiores para que pueda unirse al ser supremo… sin pureza no hay unión posible de nuestra mente con Dios” (II-II, 81, 8, c). Segundo, la firmeza en la unión con Dios, esto es, “la firme aplicación que el hombre hace de su mente y sus actos a Dios” (II-II, 81, 8, c).

Tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida podrá separarnos del amor de Dios (Rom 8, 38-39). 

Actos interiores y exteriores
“A Dios se le honra… no solo con actos interiores, sino también con actos exteriores” (II-II, 81, 7, sc). “El alma humana necesita para su unión con Dios ser llevada como de la mano por las cosas sensibles…. Por eso es necesario que en el culto divino nos sirvamos de elementos corporales para que, a manera de signos, exciten la mente humana a la práctica de los actos espirituales con los que ella se une a Dios. Por consiguiente, la religión considera, de hecho, los actos interiores como principales y adecuados; a los exteriores, en cambio, los tiene por secundarios y subordinados a los interiores” (II-II, 81, 7, c).
            Los actos exteriores no se ofrecen a Dios como si El tuviese necesidad de ellos… Se le ofrecen como símbolos de los actos interiores y espirituales, que son los que por sí mismos Dios acepta. Por eso dice San Agustín…: El sacrificio visible es un sacramento, es decir, una señal sagrada del sacrificio invisible” (II-II, 81, 7, rta 2).

Mi corazón y mi carne se gozan por el Dios vivo (Salmo 83, 3)

Actos propios e imperados
Además de la distinción entre actos interiores y exteriores, podemos distinguir en la religión otros dos tipos de actos. Unos, los propios, por los que el hombre se ordena exclusivamente a Dios; estos “son muchos: dar culto, servir, hacer votos, orar, sacrificar, y no pocos más por el estilo” (II-II, 81, 3, Obj 2). “Otros, los que realiza por medio de las virtudes, sobre las que impera, ordenándolos al honor divino…según esto, el visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones, es acto emanado de la misericordia, y acto imperado por la religión” (II-II, 81, 1, rta 1). Todas las virtudes pueden realizarse para la gloria de Dios.
Con un mismo acto religioso el hombre da culto a Dios y lo sirve, como signo de la sujeción a El. “A estos dos actos se reducen cuantos se atribuyen a la religión, ya que con todos ellos el hombre da testimonio de la excelencia divina y de sumisión a Dios; en unos casos, poniendo algo de su parte; en otros, participando de algún bien divino” (II-II, 81, 3, rta 2).

La religión pura e inmaculada ante nuestro Dios y Padre consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y conservarse sin mancha en este mundo (Sant 1, 27).

Las imágenes religiosas
“No se da culto religioso a las imágenes por lo que son en sí, como cosas, sino en cuanto que las consideramos exclusivamente como imágenes que nos llevan al Dios encarnado. Nuestra devoción, por consiguiente, a una imagen, en cuanto imagen, no termina en ella, sino que va dirigida a lo que ella representa” (II-II, 81, 3, rta 3).

Vicios contrarios

Como vicios contrarios a la religión tenemos por defecto, la irreligiosidad, por la que se desprecia el culto debido a Dios y se omiten los actos religiosos. Y por exceso, la superstición, cuando se da culto “a quién no se debe, o cuando no se debe, o de algún otro modo inconveniente” (II-II, 81, 5, rta 3).

PRUDENCIA


PRUDENCIA: Es la virtud que rectifica la razón para el buen obrar (Cf. II-II, 47). Prevé el futuro a través del presente y del pasado; “aconseja, juzga e impera con rectitud en orden al fin bueno de toda la vida” (II-II, 47, 13, c). Por todo esto se dice que el prudente es que el que ve de lejos (Cf. II-II, 47, 1).

¿Quién es el servidor fiel y prudente, a quién el Señor ha puesto al frente de su personal, para distribuir el alimento en el momento oportuno? (Mt 24, 45).

Tipos de prudencia
“La prudencia abarca, no solamente el bien particular de un solo hombre, sino el bien común de la multitud” (II-II, 47, 10)[1]. Según el bien al cual se dirige la prudencia, tenemos sus distintos tipos: “la prudencia propiamente dicha, ordenada al bien personal particular; la prudencia económica, ordenada al bien común de la casa o de la familia, y la prudencia política, ordenada al bien común de la ciudad o de la nación” (II-II, 47, 11, c).

Hagan como yo, que me esfuerzo por complacer a todos en todas las cosas, no buscando mi interés personal, sino el del mayor número, para que puedan salvarse (I Cor 10, 33).

Prudencia como conocimiento y como ejecución
La prudencia implica tres pasos; el conocimiento de los mejores medios para alcanzar un fin determinado, el juicio para elegir el mejor medio, y la ejecución de lo que ha discernido, esto es: consejo, juicio, ejecución. Los dos primeras pasos se refieren a la prudencia como conocimiento. El último paso, a la prudencia como realización, “que consiste en aplicar a la operación el resultado de la búsqueda y el juicio” (II-II, 47, 8, c). Este último es el fin principal de la prudencia.


1) Prudencia como conocimiento

La prudencia necesita conocer, tanto los principios universales de la razón, como las cosas particulares sobre los que obra (Cf. II-II, 47, 3, c)[2]. Para la adquisición de lo uno y de lo otros son necesarias: “la memoria, la razón, la inteligencia, la docilidad y la sagacidad” (II-II, 48, a. único, c).   
La prudencia necesita “tener memoria de muchas cosas” (II-II, 49, 1, c). “Conviene que de las cosas pasadas saquemos como argumentos para hechos futuros. Por eso mismo, la memoria de lo pasado es necesaria para aconsejar bien en el futuro” (II-II, 49, 1, rta 3). Esto explica que “la prudencia se de preferentemente entre los ancianos, no solo por disposición natural, al estar apaciguados los movimientos de las pasiones, sino también por la larga experiencia” (II-II, 47, 15, rta 2). 
También es necesario una buena inteligencia o comprensión de las cosas que quieren realizarse (Cf. II-II, 49, 3), como también, capacidad de razonamiento, para poder “aplicar los principios universales a los casos particulares, variados e inciertos” (II-II, 49, 5, rta 2).   
Para la adquisición del conocimiento necesitamos de docilidad y sagacidad. Por la docilidad nos disponemos a “recibir la instrucción de los otros” (II-II, 49, 3, c). La prudencia tiene por objeto las acciones particulares, que tienen diversidad casi infinita. Para su conocimiento “nadie se basta a sí mismo” (II-II, 49, 3, rta 3), y “no puede un solo hombre considerarlas todas a corto plazo, sino después de mucho tiempo. De ahí que necesite el hombre de la instrucción de otros, sobre todo de los ancianos, que han logrado ya un juicio equilibrado sobre los fines de las acciones” (II-II, 49, 3, c). Por la docilidad “el hombre atiende solícito, y con frecuencia y respeto, a las enseñanzas de los mayores, en vez de descuidarlas por pereza o rechazarlas por soberbia” (II-II, 49, 3, rta 2).
La adquisición del conocimiento por uno mismo se realiza por la sagacidad. Por ella alcanzamos de modo rápido y fácil el conocimiento para obrar bien (II-II, 49, 4). Esto es a veces muy necesario, por ejemplo, cuando “se presenta de improviso algo que debemos realizar” (II-II, 49, 4, rta 2).  

Frecuenta las reuniones de los ancianos, y si hay algún sabio, adhiérete a él (Ecli 6, 34).

Vicios contrarios a la prudencia como conocimiento

A la prudencia como conocimiento se oponen la precipitación y la inconsideración (Cf. II-II, 53, 3-4).
            Por la precipitación se omiten todos los pasos necesarios para el obrar juicioso y recto. Se pasa inmediatamente de la intención al obrar[3].
            La inconsideración es la falta de juicio recto sobre lo que se ha de hacer (Cf. II-II, 53, 4). Esta se produce por “desprecio o por descuido en prestar atención a lo que reclama la rectitud adecuada del juicio” (II-II, 53, 4, c).

 
2) Prudencia como ejecución

Para la realización de lo previamente investigado, se requiere “la previsión o providencia, la circunspección y la precaución” (II-II, 48, a. único, c).
La providencia o previsión es la misma ordenación de las cosas presentes al fin propuesto (Cf. II-II, 49, 6). Se realiza con ella el acto principal de la prudencia. Lo pasado y el presente se encuentran ya determinados. Pero por la providencia “puede el hombre divisar lo que está lejos” (II-II, 49, 7, obj 3) y ordenar los futuros contingentes “al fin último de la vida humana” (II-II, 49, 6, c).
La circunspección considera las mejores circunstancias para alcanzar un fin determinado (Cf. II-II, 49, 7)[4].
La precaución intenta evitar los males que pueden concurrir en las acciones (Cf. II-II, 49, 8). Se dirige a los males que “se dan con frecuencia y los puede abarcar la razón humana. Con ellos actúa la precaución, a fin de evitarlos del todo o disminuir el daño” (II-II, 49, 8, rta 3).   
Una vez encontrado el mejor medio, y ordenados los medios con previsión, circunspección y precaución, se debe obrar con diligencia, esto es, de modo rápido y hábil (Cf. II-II, 47, 9). 

Vicios contrarios a la prudencia como preceptiva

A la prudencia como preceptiva se opone la inconstancia y la negligencia (Cf. II-II, 53, 5; 54).
La inconstancia es el abandono de lo que se ha propuesto de modo deliberado y se ha juzgado como  bueno (Cf. II-II, 53, 5, c). Esta tiene por causa el engaño de la razón y a la debilidad humana, “que no se mantiene firme en el bien emprendido” (II-II, 53, 5, c).
La negligencia es una “desidia de la voluntad, la cual impide que la razón sea estimulada a operar lo que debe o como debe” (II-II, 54, 3, c). Mientras que “la inconstancia no pasa a la acción, como impedida por algo; la negligencia, en cambio, porque su voluntad no está dispuesta” (II-II, 54, 2, rta 3).  
Causa de la imprudencia en general es la lujuria, “que absorbe de manera total el alma y la arrastra al deleite sensible” (II-II, 53, 6, c)[5].


[1] “Quien busca el bien común de la multitud busca también, como consecuencia, el suyo propio por dos razones. La primera, porque no puede darse el bien propio sin el bien común, sea de la familia, sea de la ciudad, sea de la patria. De ahí que Máximo Valerio dijera de los antiguos romanos que preferían ser pobres en un imperio rico a ser ricos en un imperio pobre. Segunda razón: siendo el hombre parte de una casa y de una ciudad, debe buscar lo que es bueno para sí por el prudente cuidado del bien de la colectividad” (II-II, 47, 10, rta 2).

[2] “Por el hecho de que la infinitud de los singulares no puede ser aprehendida por la razón humana, se sigue que, como vemos en la Escritura, inseguros son los pensamientos de los mortales, y nuestros cálculos muy aventurados (Sab 9,14). Sin embargo, la experiencia reduce los infinitos singulares a algún número finito de casos que se repiten con mayor frecuencia, y cuyo conocimiento es suficiente para constituir prudencia humana” (II-II, 47, 3, rta 2).

[3] “Decimos que una cosa se precipita cuando desciende de lo más alto a lo más bajo por el impulso del propio cuerpo o de algo que le impulsa sin pasar por los grados intermedios. Ahora bien, lo más elevado del alma es la razón, y lo más bajo, la operación ejercida por medio del cuerpo. Los grados intermedios por los cuales hay que descender son la memoria de lo pasado, la inteligencia de lo presente, la sagacidad en la consideración del futuro, la hábil comparación de alternativas, la docilidad para asentir a la opinión de los mayores. A través de estos pasos desciende ordenadamente el juicioso. Pero quien es llevado a obrar por el impulso de la voluntad o de la pasión, saltando todos esos grados, incurre en precipitación” (II-II, 53, 3, c).

[4] “Sucede que algo, en sí mismo bueno y adecuado al fin, se torna malo e inadecuado a él por algún elemento que concurra. Así, dar a uno muestras de amor, considerado en sí mismo, parece conveniente para moverle a amar; no lo será, en cambio, si es soberbio o lo toma como adulación. Por eso es necesaria en la prudencia la circunspección con esta finalidad: que el hombre compare lo que se ordena al fin con las circunstancias” (II-II, 49, 7, c).

[5] “La lujuria causa la inconstancia extinguiendo totalmente el juicio de la razón” (II-II, 53, 6, rta 1).


PIEDAD


PIEDAD: Virtud que otorga respeto y honor a los padres por ser principio secundario, luego de Dios, que ha generado nuestro ser y lo gobierna (Cf. II-II, 101, 1). -No se entiende aquí piedad en el sentido del culto a Dios, ni tampoco de la misericordia con los necesitados-.
La deuda con los padres se reduce a dos cosas: el culto (honor, reverencia, respeto), y la atención (cuidados en caso de necesidad, como enfermedad o pobreza). Principalmente y a lo largo de la vida, el culto. Accidentalmente, los cuidados necesarios (Cf. II-II, 101, 1).

                           Obligación para con los padres
Siempre
Accidentalmente
Culto: respeto, reverencia
Atención: enfermedad, pobreza

La piedad comprende a todos aquellos que son principio de nuestra existencia y gobierno. En primer lugar a Dios, primer principio absoluto. En segundo lugar a nuestros padres, de quienes hemos nacido, y por extensión a nuestros consanguíneos. En tercer lugar a la patria, donde hemos sido criados, y por extensión a los ciudadanos y amigos de la patria (Cf. II-II, 101, 1).
“El culto y atenciones…. se deben a todos los consanguíneos y a cuantos aman a nuestra patria; pero no ha todos por igual, sino que se deben principalmente a los padres, y a los demás según las propias posibilidades y la dignidad de las personas” (II-II, 101, 2, rta 3).

“Honra a tu padre y a tu madre” (Ex 20, 12)


PERSEVERANCIA


PERSEVERANCIA: Es la virtud que permanece largo tiempo y con firmeza en un bien difícil de permanecer (Cf. II-II, 137). La perseverancia no pierde su firmeza ni cede “ante la dificultad que implica la larga duración de la obra buena” (II-II, 137, 2, c). También modera el “temor a la fatiga o el desfallecimiento causado por la larga duración del bien obrar” (II-II, 137, 2, rta 2).

“Es esencial a la perseverancia el continuar hasta el término de la obra virtuosa, como lo es el que el soldado persevere hasta el final del combate, y el magnífico hasta que se acabe su obra. Pero hay virtudes cuyo acto debe permanecer durante toda la vida, tales como la fe, la esperanza y la caridad, porque su objeto es el último fin de toda la vida humana. Así, pues, por lo que se refiere a estas virtudes, que son las principales, sus actos no se consuman hasta el final de la vida” (II-II, 137, 1, rta 3).
  
            Al aumentar la maldad se enfriará el amor de muchos, pero el que persevere hasta el fin, se salvará (Mt 24, 12-13).

Los vicios opuestos a la perseverancia

A la perseverancia se oponen la debilidad por defecto y la terquedad por exceso.
La debilidad o blandura se aparta fácilmente del bien ante las dificultades (Cf. II-II, 138, 1). “El merito de la perseverancia consiste en no apartarse del bien a pesar de la prolongada tolerancia de situaciones difíciles y trabajosas. Lo directamente opuesto a esto es, según parece, el que uno se aparte con facilidad del bien por dificultades que no puede soportar. Esto constituye la esencia de la debilidad, ya que débil o blando se llama a lo que cede fácilmente al tacto. Mas no se tiene a una cosa por débil por el hecho de que ceda a lo que empuja con fuerza, pues aun las paredes ceden a los golpes de máquina.
Por tanto, a nadie se le considera débil si cede y sucumbe a impulsos muy fuertes… se llama débil al que deja de hacer el bien por las molestias causadas en el hecho de obrar sin sentir placer, pues retrocede, por así decirlo, por motivos de poca importancia” (II-II, 138, 1, c).
La blandura tiene una doble causa. “En primer lugar, de la costumbre, pues cuando alguien se acostumbra a los placeres es bastante difícil que soporte el verse privado de ellos[1]. En segundo lugar, de la disposición natural: porque los hay que son bastante poco constantes a causa de su frágil complexión” (II-II, 138, 1, rta 1).
La terquedad mantiene obstinadamente su opinión más de lo que conviene (II-II, 138, 2). La debilidad, en cambio, menos de lo que conviene, y la perseverancia, en la medida que conviene. “El aferrarse demasiado a la propia opinión es debido a que se quiere dar a conocer, obrando así, la propia excelencia. Por eso la terquedad tiene su origen y causa en la vanagloria” (II-II, 138, 2, rta 1).



[1] “Al placer corporal se opone el trabajo: por eso los trabajos corporales impiden tanto el placer. Y que llamamos delicados a los que no son capaces de soportar trabajos ni cosa alguna que disminuya el placer… La delicadeza es, pues, una especie de blandura. Eso sí, la blandura se refiere propiamente a la falta de placer; la delicadeza, en cambio, a las causas que lo impiden, por ejemplo, el trabajo y cosas semejantes” (II-II, 138, 1, rta 2).


PACIENCIA


PACIENCIA: Es la virtud que modera la tristeza causada por el padecimiento de cualquier clase de males, especialmente los infligidos desde afuera (Cf. II-II, 136). La paciencia hace que “el hombre no se aparte del bien de la virtud a causa de las tristezas, por grandes que estas sean” (II-II, 136, 4, rta 2). El paciente “se comporta dignamente en el sufrimiento de los daños presentes para que no sobrevenga una tristeza desordenada” (II-II, 136, 4, rta 2).
La paciencia soporta el mal con ánimo tranquilo en orden a conservar el bien. “El alma aborrece la tristeza y el dolor en sí, pero nunca elegiría soportarlos por ellos mismos, sino por un fin. Por tanto, es conveniente que aquel bien por el cual uno quiere sufrir males sea preferido y más amado que aquel otro cuya privación nos reporta un dolor que pacientemente toleramos” (II-II, 136, 3, c).
“El hombre posee su alma por la paciencia, en cuanto arranca de raíz la turbación de las adversidades que quitan la tranquilidad del alma” (II-II, 136, 2, rta 1).
            “No va contra la noción de paciencia el rebelarse, cuando sea necesario, contra quién infiere el mal” (II-II, 136, 4, rta 3).

Alégrense profundamente cuando se vean sometidos a cualquier clase de pruebas, sabiendo que la fe, al ser probada, produce la paciencia (Sant 1, 4).
La caridad es paciente (I Cor 13, 4).

OBSERVANCIA


OBSERVANCIA: Virtud por la que se brinda respeto y honra a las personas constituidas en dignidad para gobernar (Cf. II-II, 102, 1).  Así como prestamos respeto y honra a Dios, por ser principio absoluto de gobierno, a nuestro  padres, en cuanto principio de generación, educación, perfección… también debemos respeto y honra a las personas constituidas en dignidad por ser principio de gobierno, “como el príncipe en los asuntos civiles, el jefe del ejército en los militares, en maestro en la enseñanza” (II-II, 102, 1, c).
“En la persona constituida en dignidad se considera primero, la excelencia de estado, acompañada de cierto poder sobre los súbditos; y segundo, su oficio de gobernante. Por razón de su excelencia se le debe honor, por su oficio se le debe culto” (II-II, 102, 2, c).

                                       Deberes para con los superiores   
Por excelencia de estado

Por oficio o poder de gobernante
Honor: reconocimiento de excelencia
Culto: sumisión y beneficios
           
            Den a cada uno lo que corresponde: al que se debe impuesto, impuesto; a quién tributo, tributo; a quién respeto, respeto; a quién de debe honor, honor (Rom 13, 7). 


OBEDIENCIA


OBEDIENCIA: Virtud por la que se cumplen los mandatos de los superiores. Implica la realización de un acto bueno con la intención de realizar lo que nos pide un superior. La obediencia se deba a las personas legítimamente constituidas en autoridad y a los que han sido mejor dotados por naturaleza.
La obediencia responde al orden que Dios ha dado a las cosas. “Así como en virtud del orden natural establecido por Dios los seres naturales inferiores se someten necesariamente a la moción de los superiores, así también en los asuntos humanos, según el orden del derecho natural, los súbditos deben obedecer a los superiores” (II-II, 104, 1, c).
La obediencia puede ser más o menos meritoria, según: la libertad de la obra realizada y de la persona que obedece (Cf. II-II, 104, 1, rta 3); la prontitud de respuesta al mandato (Cf. II-II, 104, 2, s);  el grado de renuncia a la propia voluntad (Cf. II-II, 104, 2, rta3); la intención y caridad hacia Dios (Cf. II-II, 104, 3, c).  

Obedezcan con docilidad a quienes los dirigen, porque ellos se desvelan por ustedes, como quién de ustedes deben dar cuenta (Heb 13, 17).

Ámbitos de la obediencia
Dios debe ser obedecido siempre y en todas las cosas, tanto en las obras exteriores como en las interiores (Cf. II-II, 104, 4). “La virtud de la obediencia, que renuncia por Dios a la propia voluntad, es más importante que las otras virtudes morales, que renuncian por Dios a algunos otros bienes” (II-II, 103, 3, c).

Haremos todo lo que el Señor ha ordenado y seremos obedientes (Ex 24, 7).

Los superiores humanos deben ser obedecidos solo en algunas obras externas corporales, por ejemplo: “el soldado debe obedecer a su jefe en lo referido a la guerra, el siervo a su señor en la ejecución de los trabajos serviles; el hijo a su padre en lo que tiene que ver con su conducta y el gobierno de la casa” (II-II, 104, 5, c).  
De dos modos se dispensa la obligación de obedecer a los superiores humanos: “por un precepto de una autoridad mayor… y en el mandato de algo en lo que el súbdito no depende del superior…” (II-II, 104, 5, c). Tampoco se debe obedecer en lo referido a la naturaleza humana común entre el súbdito y el superior: el sustento del cuerpo y la generación de la prole, el matrimonio, la virginidad… (Cf. II-II, 104, 5, c).
La obligación de la obediencia a las autoridades civiles supone el respeto en el orden de la justicia. Por tanto, “si su poder de gobernar no es legítimo, sino usurpado, o mandan cosas injustas, el súbdito no está obligado a obedecerles, a no ser en casos excepcionales, para evitar el escándalo o peligro” (II-II, 104, 6, rta 6). 
La obediencia, entonces, puede ser desordenada en cuanto a las circunstancias debidas, por ejemplo, cuando se obedece a quién no se debe o en lo que no se debe (Cf. II-II, 104, 2, rta 2).

Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hech 5, 29).  

La desobediencia

La desobediencia es el incumplimiento de un mandato dado por un superior. Tiene por causa la soberbia o vanagloria (Cf. II-II, 105, 1, rta 2). Puede ser grave en dos sentidos (Cf. II-II, 105, 2, c). Por parte del que manda, mayor es la gravedad cuanto mayor es el superior desobedecido. El mayor pecado, en este sentido, es la desobediencia a Dios. Por parte del precepto, mayor será la gravedad cuanto mayor sea el bien del precepto rechazado. Por ejemplo, en lo religioso, el precepto del amor a Dios y al prójimo.

Quién resiste a la autoridad, se opone al orden que Dios ha establecido (Rom 13, 2).  

MISERICORDIA


MISERICORDIA: La misericordia es una tristeza y rechazo por la miseria del otro que nos impulsa a socorrerlo en sus necesidades (II-II, 30). La misericordia se enciende cuando el otro es privado, tanto de sus deseos naturales, como de todo aquello que su voluntad quiere y elige especialmente (Cf. II-II, 30, 1, c)[1].
           
            Al ver la multitud, Jesús tuvo misericordia de ellos, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor (Mt 9, 36).

Disposición natural a la misericordia
            “Siente misericordia quién se duele de la miseria ajena… y ya que el dolor y a tristeza se refieren al mal propio, nos entristecemos por la miseria ajena en cuanto la consideramos como nuestra. Y esto sucede de dos modos. Primero, por la unión afectiva que causa el amor. Porque quién ama considera al amigo como a sí mismo y hace suyo el mal que él padece. Por eso se duele del mal del amigo como si fuera propio… nos exhorta el Apóstol en Rom 12, 15 a gozar con los que gozan y llorar con los que lloran.
Segundo, por una unión real, cuando el mal de algunos está próximo a pasar de ellos a nosotros. Por eso dice Aristóteles, que los hombres se compadecen de sus semejantes y allegados, por pensar que también ellos pueden padecer esos males. Ocurre igualmente que los más inclinados a la misericordia son los más ancianos y los sabios, pues consideran que también ellos pueden caer en estos males, lo mismo que los débiles y asustadizos…
Así pues, el defecto es siempre motivo de misericordia, ya sea por considerar uno como propio el defecto del otro a causa de la unión en el afecto, o por la posibilidad de sufrir semejantes males” (II-II, 30, 2, c).

Como amados de Dios, revístanse de entrañas de misericordia (Col 3, 12).

Obstáculos posibles…
La disposición natural a la misericordia depende de la capacidad de sentir como propio el sufrimiento ajeno. Según esto, la misericordia natural puede ser mayor, menor o nula. En los felices, fuertes y poderosos la misericordia es menor, porque según su animo o estado “juzgan no ser posible sufrir ellos mal alguno” (II-II, 30, 2, c).
En otros la misericordia es nula. Por ejemplo: los que han perdido todo, porque han “llegado a males extremos, y no temen sufrir ya mayores” (II-II, 30, 2, rta 2); quienes son “víctimas de un temor excesivo, porque tanto los absorbe su propio padecimiento, que no fijan su atención en la miseria ajena” (II-II, 30, 2, rta 2); los iracundos que han recibido una ofensa y quieren ellos inferirla  (Cf. II-II, 30, 2, rta 3); los soberbios, “que desprecian a los demás y los tienen por malos. Por ello los juzgan dignos de sufrir los males que padecen” (II-II, 30, 2, rta 3).

Obras de la misericordia
A la misericordia “le compete volcarse en los otros y, lo que es más, socorrer sus deficiencias” (II-II, 30, 4, c). El dolor por la miseria ajena se hace impulso para asistir al prójimo[2].

Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso (Lc 6, 36).

Vicio opuesto

A la misericordia se opone la envidia, “por contrariar su objeto principal, ya que el envidioso se entristece por el bien del prójimo; el misericordioso, en cambio, de su mal. Por eso los misericordiosos no son envidiosos… ni a la inversa” (II-II, 36, 3, rta 3).


[1] “La miseria consiste en sufrir lo que no se quiere” (II-II, 30, 1, c). “El misericordioso se duele por juzgar que el otro no merece lo sufrido” (II-II, 30, 3, rta 2).
[2] “Toda la vida cristiana se resume en la misericordia en cuanto a las obras exteriores” (II-II, 30, 4, rta 2).
“Entre todas las virtudes que hacen referencia al prójimo, la más excelente es la misericordia, y su acto es también el mejor. Efectivamente, atender a las necesidades del otro es, al menos bajo este aspecto, lo peculiar del superior y mejor” (II-II, 30, 4, c).
La misericordia nos hace semejantes a Dios en el obrar (Cf. II-II, 30, 4, rta 3).