PRUDENCIA: Es la virtud que rectifica la razón para el buen obrar (Cf.
II-II, 47). Prevé el futuro a través del presente y del pasado; “aconseja,
juzga e impera con rectitud en orden al fin bueno de toda la vida” (II-II, 47,
13, c). Por todo esto se dice que el prudente es que el que ve de lejos (Cf.
II-II, 47, 1).
¿Quién es el servidor
fiel y prudente, a quién el Señor ha puesto al frente de su personal, para
distribuir el alimento en el momento oportuno?
(Mt 24, 45).
Tipos de prudencia
“La prudencia abarca, no solamente
el bien particular de un solo hombre, sino el bien común de la multitud”
(II-II, 47, 10).
Según el bien al cual se dirige la
prudencia, tenemos sus distintos tipos: “la prudencia propiamente dicha, ordenada al bien personal particular;
la prudencia económica, ordenada al
bien común de la casa o de la familia, y la prudencia política, ordenada al bien común de la ciudad o de la nación”
(II-II, 47, 11, c).
Hagan como yo, que me esfuerzo por complacer a todos
en todas las cosas, no buscando mi interés personal, sino el del mayor número,
para que puedan salvarse (I Cor 10, 33).
Prudencia como
conocimiento y como ejecución
La prudencia implica tres pasos; el conocimiento de los mejores medios para alcanzar un fin
determinado, el juicio para elegir
el mejor medio, y la ejecución de lo
que ha discernido, esto es: consejo, juicio, ejecución. Los dos primeras pasos
se refieren a la prudencia como conocimiento. El último paso, a la prudencia
como realización, “que consiste en aplicar a la operación el resultado de la
búsqueda y el juicio” (II-II, 47, 8, c). Este último es el fin principal de la
prudencia.
1) Prudencia como conocimiento
La prudencia necesita conocer,
tanto los principios universales de la razón, como las cosas particulares sobre
los que obra (Cf. II-II, 47, 3, c).
Para la adquisición de lo uno y de lo otros son necesarias: “la memoria, la
razón, la inteligencia, la docilidad y la sagacidad” (II-II, 48, a. único, c).
La prudencia necesita “tener memoria de muchas cosas” (II-II, 49, 1,
c). “Conviene que de las cosas pasadas saquemos como argumentos para hechos
futuros. Por eso mismo, la memoria de lo pasado es necesaria para aconsejar
bien en el futuro” (II-II, 49, 1, rta 3). Esto explica que “la prudencia se de
preferentemente entre los ancianos, no solo por disposición natural, al estar
apaciguados los movimientos de las pasiones, sino también por la larga
experiencia” (II-II, 47, 15, rta 2).
También es necesario una buena inteligencia o comprensión de las cosas
que quieren realizarse (Cf. II-II, 49, 3), como también, capacidad de razonamiento, para poder “aplicar los
principios universales a los casos particulares, variados e inciertos” (II-II,
49, 5, rta 2).
Para la adquisición del
conocimiento necesitamos de docilidad y sagacidad. Por la docilidad nos disponemos a “recibir la instrucción de los otros”
(II-II, 49, 3, c). La prudencia tiene por objeto las acciones particulares, que
tienen diversidad casi infinita. Para su conocimiento “nadie se basta a sí
mismo” (II-II, 49, 3, rta 3), y “no puede un solo hombre considerarlas todas a
corto plazo, sino después de mucho tiempo. De ahí que necesite el hombre de la
instrucción de otros, sobre todo de los ancianos, que han logrado ya un juicio
equilibrado sobre los fines de las acciones” (II-II, 49, 3, c). Por la
docilidad “el hombre atiende solícito, y con frecuencia y respeto, a las
enseñanzas de los mayores, en vez de descuidarlas por pereza o rechazarlas por
soberbia” (II-II, 49, 3, rta 2).
La adquisición del conocimiento
por uno mismo se realiza por la sagacidad.
Por ella alcanzamos de modo rápido y fácil el conocimiento para obrar bien
(II-II, 49, 4). Esto es a veces muy necesario, por ejemplo, cuando “se presenta
de improviso algo que debemos realizar” (II-II, 49, 4, rta 2).
Frecuenta las reuniones de los ancianos, y si hay
algún sabio, adhiérete a él (Ecli 6, 34).
Vicios contrarios a la prudencia como conocimiento
A la prudencia como conocimiento
se oponen la precipitación y la inconsideración (Cf. II-II, 53, 3-4).
Por la precipitación se omiten todos los pasos necesarios para el obrar
juicioso y recto. Se pasa inmediatamente de la intención al obrar.
La
inconsideración es la falta de
juicio recto sobre lo que se ha de hacer (Cf. II-II, 53, 4). Esta se produce
por “desprecio o por descuido en prestar atención a lo que reclama la rectitud
adecuada del juicio” (II-II, 53, 4, c).
2) Prudencia como ejecución
Para la realización de lo previamente investigado, se requiere “la
previsión o providencia, la circunspección y la precaución” (II-II, 48, a. único, c).
La providencia o
previsión es la misma ordenación de las cosas presentes al fin propuesto (Cf.
II-II, 49, 6). Se realiza con ella el acto principal de la prudencia. Lo pasado
y el presente se encuentran ya determinados. Pero por la providencia “puede el
hombre divisar lo que está lejos” (II-II, 49, 7, obj 3) y ordenar los futuros
contingentes “al fin último de la vida humana” (II-II, 49, 6, c).
La circunspección considera las mejores circunstancias para alcanzar
un fin determinado (Cf. II-II, 49, 7).
La precaución intenta evitar
los males que pueden concurrir en las acciones (Cf. II-II, 49, 8). Se dirige a
los males que “se dan con frecuencia y los puede abarcar la razón humana. Con
ellos actúa la precaución, a fin de evitarlos del todo o disminuir el daño”
(II-II, 49, 8, rta 3).
Una vez encontrado el mejor medio, y ordenados los medios con
previsión, circunspección y precaución, se debe obrar con diligencia, esto es, de modo rápido y hábil (Cf. II-II, 47,
9).
Vicios contrarios a la prudencia como preceptiva
A la prudencia como preceptiva se opone la inconstancia y la
negligencia (Cf. II-II, 53, 5; 54).
La inconstancia es el
abandono de lo que se ha propuesto de modo deliberado y se ha juzgado como bueno (Cf. II-II, 53, 5, c). Esta tiene por
causa el engaño de la razón y a la debilidad humana, “que no se mantiene firme
en el bien emprendido” (II-II, 53, 5, c).
La negligencia es una
“desidia de la voluntad, la cual impide que la razón sea estimulada a operar lo
que debe o como debe” (II-II, 54, 3, c). Mientras que “la inconstancia no pasa
a la acción, como impedida por algo; la negligencia, en cambio, porque su
voluntad no está dispuesta” (II-II, 54, 2, rta 3).
Causa de la imprudencia en general es la lujuria, “que absorbe de manera total el alma y la arrastra al
deleite sensible” (II-II, 53, 6, c).
“Quien busca el bien común de la
multitud busca también, como consecuencia, el suyo propio por dos razones. La
primera, porque no puede darse el bien propio sin el bien común, sea de la
familia, sea de la ciudad, sea de la patria. De ahí que Máximo Valerio dijera
de los antiguos romanos que preferían ser pobres en un imperio rico a
ser ricos en un imperio pobre. Segunda razón: siendo el hombre parte de una
casa y de una ciudad, debe buscar lo que es bueno para sí por el prudente
cuidado del bien de la colectividad”
(II-II, 47, 10, rta 2).
“Por el hecho de que la infinitud de los
singulares no puede ser aprehendida por la razón humana, se sigue que, como
vemos en la Escritura,
inseguros son los pensamientos de los mortales, y nuestros cálculos
muy aventurados (Sab 9,14). Sin embargo, la experiencia reduce los
infinitos singulares a algún número finito de casos que se repiten con mayor
frecuencia, y cuyo conocimiento es suficiente para constituir prudencia humana”
(II-II, 47, 3, rta 2).
“Decimos que una cosa se precipita
cuando desciende de lo más alto a lo más bajo por el impulso del propio cuerpo
o de algo que le impulsa sin pasar por los grados intermedios. Ahora bien, lo
más elevado del alma es la razón, y lo más bajo, la operación ejercida por
medio del cuerpo. Los grados intermedios por los cuales hay que descender son
la memoria de lo pasado, la inteligencia de lo presente, la sagacidad en la consideración
del futuro, la hábil comparación de alternativas, la docilidad para asentir a
la opinión de los mayores. A través de estos pasos desciende ordenadamente el
juicioso. Pero quien es llevado a obrar por el impulso de la voluntad o de la
pasión, saltando todos esos grados, incurre en precipitación” (II-II, 53, 3,
c).
“Sucede que algo, en sí mismo bueno y
adecuado al fin, se torna malo e inadecuado a él por algún elemento que
concurra. Así, dar a uno muestras de amor, considerado en sí mismo, parece
conveniente para moverle a amar; no lo será, en cambio, si es soberbio o lo
toma como adulación. Por eso es necesaria en la prudencia la circunspección con
esta finalidad: que el hombre compare lo que se ordena al fin con las
circunstancias” (II-II, 49, 7, c).
“La lujuria causa la inconstancia
extinguiendo totalmente el juicio de la razón” (II-II, 53, 6, rta 1).